domingo, 6 de septiembre de 2015

Sobre cómo decidí apoyar las adopciones para parejas gay

Por Joel Cruz Cotero

Vista ley en su conjunto, me parece que parte de una de las premisas más siniestras que ha tenido el derecho moderno, y es la premisa de ‘separados pero iguales’.

Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, Ministro de la SCJN

Desde hace mucho tiempo me he considerado una persona completamente liberal. Sin embargo, han existido algunos temas en los que he sido un poco reacio a que se cambie el status quo. Particularmente, estos temas han sido el aborto, la pena de muerte y las adopciones homoparentales. En todos estos casos, he defendido mis posiciones con argumentos que yo consideró moralmente válidos, y siempre he intentado mantener los dogmas lo más alejado posible. Aparte, mi ideario siempre ha estado evolucionando por mis contantes reflexiones y la deliberación de ideas con otras personas —práctica que he defendido y promovido. Dicho esto, hoy en día, solamente estoy parcialmente en contra del aborto, y quiero aclarar que mis argumentos con respecto a este tema siguen siendo en pro de la libertad.

Mas, en esta ocasión quise escribir sobre cómo, de no estar de acuerdo con las adopciones homoparentales, hoy estoy completamente a favor de éstas. En principio, apoyé los matrimonios entre personas del mismo sexo, pues era lo correcto y justo, ya que de acuerdo con los ideales liberales —principalmente las ideas de John Stuart Mill—, el Estado no debe limitar a los individuos, en cuanto no atenten contra un tercero, ya que es donde termina la libertad del primero. En este sentido, una persona (o una pareja) es libre de casarse con quien mejor le plazca pues, dicha decisión no afecta a nadie más que aquel que tome ésta.

Sin embargo, en la misma línea argumentativa, yo tenía un problema para apoyar las adopciones homoparentales: el adoptado ya contaba como un tercero. Me causaba mucho ruido el posible daño psicológico que podría sufrir este adoptado; no hablo sobre los padres (quienes seguramente le darían una educación ejemplar), sino por el resto de la sociedad conservadora de México. En esta circunstancia, el adoptado ya estaba afectado por una decisión ajena a él (o ella). Seguramente, en una cuantas décadas, la sociedad se iba a hacer más tolerante, y entonces este problema que tenía iba a desaparecer. Así, las cosas serían distintas. Sin embargo, no me parecía pertinente apoyar que se legislara a favor con las circunstancias actuales.

Ahora bien, lo interesante es: ¿qué fue lo que hizo que cambiara mi posición? Todo fue de forma progresiva. Para comenzar, una vez estando comiendo con un par de amigos, justo cuando acaban de aprobar los matrimonios entre personas del mismo sexo y las adopciones homoparentales en la Ciudad de México, nos pusimos a platicar sobre el tema. Yo estaba feliz —y de acuerdo— con el primer cambio legislativo, pero no con el segundo —por las razones que mencioné anteriormente. No obstante, mi gran amiga, Gabriela Anzo, comentó que estaba bien que se hubieran aprobado las adopciones homoparentales, pues la sociedad se iba a ver en la necesidad de cambiar, si y sólo si, se enfrentaba a un shock, —como en este caso eran las recién leyes aprobadas. Tenía toda la razón y me dejó mucho que pensar. A partir de este día mi posición pasó a ser incierta.

La segunda gran transformación fue reciente. De hecho, todo cambio (como la canción), cuando leyendo en las redes sociales, me enteré que el Congreso de Campeche había prohibido la adopción de menores a las parejas del mismo sexo. Ante dicha situación, el 11 de agosto de 2015, la Suprema Corte de Justicia de la Nación declaró inconstitucional la norma aprobada por la legislatura campechana, ya que consideraba que era discriminatoria. A partir de este día, la adopción homoparental iba a estar permitida en todo el país, y al igual que mi amiga, los ministros tenían razón en defender esta cuestión.

Con lo dicho por los ministros, yo recordé a Montesquieu, quien dijo que:

En un Estado, es decir, en una sociedad en la que hay leyes, la libertad sólo puede consistir en poder hacer lo que se debe querer y en no estar obligado a hacer lo que no se debe querer. Hay que tomar conciencia de lo que es la independencia y de lo que es la libertad. La libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permitan, de modo que si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben, ya no habría libertad, pues los demás tendrían igualmente esta facultad.[1]

En este sentido, para Montesquieu, la libertad se basa en que las leyes establecidas sean las mismas para todos. De manera que las leyes que son para unos, tienen que ser para todos; entonces, si la adopción se le permite a unos, se les tiene que permitir a todos.

Con esta nueva reflexión, ahora creo que, en efecto, si una ley discrimina, debe hacerlo con todos, de lo contrario no lo debe hacer con nadie. Lo que hizo la legislatura campechana era discriminatorio, y la Suprema Corte actuó bien en defender las garantías individuales del grupo minoritario afectado. Tal como dijo el ministro Ortiz Mena, lo que habían aprobado en Campeche era la falacia de que es correcta una ley que promueva la idea de “iguales pero separados”, como pasó en Estados Unidos, antes de los años sesenta, o en Sudáfrica con el Apartheid. En todos estos casos, la discriminación hacía que las leyes no promovieran la libertad por lo que no podían estar justificadas.

Ahora, esta decisión es probable que no quite los daños psicológicos y sociales del adoptado; sin embargo, también un niño adoptado podría sufrir estos daños si el caso se diera con otros grupos minoritarios y marginados. ¿Estaría justificado que se le prohibiera tener hijos adoptados a minorías religiosas como testigos de Jehová? Pensando en este ejemplo, estos niños también iban a ser discriminados por la sociedad, y nunca he oído que se les prohíba a algún tipo de parejas adoptar, salvo en el caso que los integrantes de ésta sean mismo sexo. Y en realidad se podría encontrar tantos alegatos para que los niños adoptados tuvieran problemas psicológicos como para prohibir la adopción en sí, pero ya sería demasiado. También, ahora considero que los daños a los menores son más bien colaterales que deliberados, por lo que no existe razón por la que sea aceptado crear leyes paternalistas que en realidad terminan por discriminar.

Por último, si alguien está tan preocupado por si es correcta (o no) la decisión de adoptar, ésta debe ser analizada nada más por aquellos que estén dispuestos a hacerlo. Los pros y los contras deberán ser analizados por las parejas interesadas y por nadie más. El estado y la sociedad no tienen vela en el entierro sobre este juicio. Las cuestiones éticas y morales deben quedar en lo privado, y el Estado sólo deberá garantizar los derechos de sus ciudadanos. Ya lo único que me queda mencionar es que aplaudo nuevamente la decisión de la Suprema Corte que tomó apenas hace unos días permitiendo que cualquier pareja pueda adoptar a un menor de edad.

Publicado el 20 de agosto de 2015 en masdimensiones.com


[1] Charles Louis De Secondat Baron de Montesquieu, Del Espíritu de las Leyes, traducido por Mercedes Blázquez y Pedro de la Vega (España: Tecnos, 2007), libro XI, cap. 3, 173-4.

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